Estos últimos tiempos hemos
asistidos esperanzadas primero, decepcionadas después, a la decisión del
Congreso argentino sobre la legalización del aborto. Omito deliberadamente los
pros y contras que se han defendido en el transcurso del debate porque son de
sobra conocidos por todas nosotras, pero no puedo dejar de pasar por alto cómo
los que se llaman pro vida, que no son sino pro patriarcado, han vuelto a sacar
a la palestra los mismos argumentos absurdos y rancios de siempre. Extrapolando
a nuestro país, España, aquellos discursos no son tan diferentes a los que
nuestra derecha demagoga, machista y neoliberal nos tiene acostumbradas y no
puedo dejar de pensar que el machismo está tan incrustado en nuestra cultura
que tenemos una suerte de ADN social o psicológico corriendo por cada una de
nuestras células y diciéndonos al oído “patriarcado, patriarcado, patriarcado”.
Por suerte las feministas somos duras de
oído.
La primera vez que me enfrenté
personalmente a este problema fue con dieciséis años, cuando una amiga de
instituto acudió a mí a pedirme dinero para hacerse un aborto. Entonces estaba
en vigor la ley de supuestos y las clínicas privadas utilizaban el resquicio
legal que les daba el “peligro psicológico de la madre”. El proceso consistía
en que un@ psicólog@ te hacía una pequeña entrevista y certificaba dicho
peligro, incluyendo así a la mujer dentro de los supuestos contemplados en la
ley para practicar legalmente el aborto. Recuerdo que le di el dinero que tenía
de mi beca sin dudarlo, sin entrar a plantearme dudas morales. Mi amiga se hizo
el aborto y nunca se arrepintió. A veces su novio de entonces y ella comentaban
sobre cómo serían las cosas si hubieran seguido con el embarazo pero lo hacían
con una suerte de añoranza, en un tono que decía “la próxima vez será”. En
contra de lo que nos pretenden hacer creer, la mayoría de las mujeres no se
arrepiente de su decisión; eso no quiere decir que sea fácil o que no cree
algún conflicto personal, pero desde luego no es un estigma insalvable que deja
a la mujer incapacitada emocionalmente. Tampoco físicamente, mi amiga como
tantas otras, acabó siendo madre sin ningún problema.
Aquella experiencia me hizo
pensar en qué hubiera pasado si mi amiga no hubiera contado con gente alrededor
dispuesta a darle el dinero que necesitaba. Y aquí radica la razón de ser de
todo: las mujeres con dinero abortan con seguridad, las que no lo tienen han de
afrontar un embarazo no deseado o someterse a condiciones de insalubridad y
peligro para sus vidas en abortos clandestinos. Defender el aborto no es
defender la irresponsabilidad sexual ni el asesinato ni la exterminación de la
familia. Defender el aborto es defender el derecho de toda mujer a su
integridad física, psicológica y sexual. Es un derecho humano. Decir que es matar
una vida es tan aleatorio como decir que el mundo se creó en siete días. Hay
pruebas científicas de sobra que avalan que no se puede considerar vida humana al embrión, si acaso un proyecto de ser humano, de modo que ¿tiene más peso el derecho a
vivir de un proyecto de ser humano que el derecho a la salud y la libertad de
un humano-mujer que sí existe? Y en cualquier caso ¿qué es la vida? Bueno,
también los virus son seres vivos y no tenemos ningún problema en matarlos con
antibióticos; los espermatozoides también están vivos y ningún pro vida
pretende que cientos de hombres vayan a la cárcel por hacerse una paja; los
óvulos están vivos y cada mes las mujeres los expulsamos de nuestro cuerpo con
nuestras menstruaciones sin ser acusadas de homicidas (aunque tiempo al
tiempo). Tampoco es admisible pedirle a una mujer que pase por un embarazo de
nueve meses para luego darlo en adopción; quienes defienden esto parecen
haberse tragado enterito el cuento del embarazo utópico, plácido y sereno que
nos venden en las películas. Un embarazo es un proceso físico y psicológico muy
duro para cualquier mujer pero especialmente para aquella que está gestando un
hijo que no desea; por no hablar del trauma personal de entregar a ese ser que,
aunque no deseado, no deja de formar parte de la mujer gestante, o del rechazo
social que pueda sufrir una mujer madre soltera, por ejemplo.
Seguro que aquí habrá algún pro
vida católico argumentando sobre el don de la vida. Yo a estos les recomendaría
que le echaran un vistazo a los escritos de San Agustín o Santo Tomás, quienes no consideraban ser humano al feto hasta que
tenía forma humana o para los cuales el aborto no era el problema que es hoy.
Yo nunca he querido tener hijos. Siempre me postulé a favor del derecho al aborto. Sin embargo, cuando hace unos años creí estar embarazada, no quise abortar. No es una contradicción, simplemente fue una elección y lo fue porque YO PODÍA ELEGIR. Y es aquí el quid de la cuestión: la libertad de elegir. Los pro aborto no obligamos a nadie a abortar, los pro vida obligan a las mujeres a ser madres sin desearlo. Es una cuestión de libertad y derechos humanos, pero también de salud pública y justicia social, porque en un Estado donde se niega el derecho al aborto en realidad se niega el derecho al aborto a las mujeres pobres porque las ricas cogen una clínica privada o un viaje al extranjero para, como dijo alguien, “sacarse la vergüenza del vientre”. Las mujeres ricas abortan con seguridad, las pobres son madres o se someten a abortos insalubres que ponen en riesgo su vida.
El derecho al aborto es un
derecho a la salud, un derecho a la integridad física, un derecho de las
mujeres sin recursos a vivir una vida digna.
Patri Arcadas
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