viernes, 2 de noviembre de 2018

No somos dos vidas



Estos últimos tiempos hemos asistidos esperanzadas primero, decepcionadas después, a la decisión del Congreso argentino sobre la legalización del aborto. Omito deliberadamente los pros y contras que se han defendido en el transcurso del debate porque son de sobra conocidos por todas nosotras, pero no puedo dejar de pasar por alto cómo los que se llaman pro vida, que no son sino pro patriarcado, han vuelto a sacar a la palestra los mismos argumentos absurdos y rancios de siempre. Extrapolando a nuestro país, España, aquellos discursos no son tan diferentes a los que nuestra derecha demagoga, machista y neoliberal nos tiene acostumbradas y no puedo dejar de pensar que el machismo está tan incrustado en nuestra cultura que tenemos una suerte de ADN social o psicológico corriendo por cada una de nuestras células y diciéndonos al oído “patriarcado, patriarcado, patriarcado”. Por suerte las feministas somos duras de oído.

La primera vez que me enfrenté personalmente a este problema fue con dieciséis años, cuando una amiga de instituto acudió a mí a pedirme dinero para hacerse un aborto. Entonces estaba en vigor la ley de supuestos y las clínicas privadas utilizaban el resquicio legal que les daba el “peligro psicológico de la madre”. El proceso consistía en que un@ psicólog@ te hacía una pequeña entrevista y certificaba dicho peligro, incluyendo así a la mujer dentro de los supuestos contemplados en la ley para practicar legalmente el aborto. Recuerdo que le di el dinero que tenía de mi beca sin dudarlo, sin entrar a plantearme dudas morales. Mi amiga se hizo el aborto y nunca se arrepintió. A veces su novio de entonces y ella comentaban sobre cómo serían las cosas si hubieran seguido con el embarazo pero lo hacían con una suerte de añoranza, en un tono que decía “la próxima vez será”. En contra de lo que nos pretenden hacer creer, la mayoría de las mujeres no se arrepiente de su decisión; eso no quiere decir que sea fácil o que no cree algún conflicto personal, pero desde luego no es un estigma insalvable que deja a la mujer incapacitada emocionalmente. Tampoco físicamente, mi amiga como tantas otras, acabó siendo madre sin ningún problema.

Aquella experiencia me hizo pensar en qué hubiera pasado si mi amiga no hubiera contado con gente alrededor dispuesta a darle el dinero que necesitaba. Y aquí radica la razón de ser de todo: las mujeres con dinero abortan con seguridad, las que no lo tienen han de afrontar un embarazo no deseado o someterse a condiciones de insalubridad y peligro para sus vidas en abortos clandestinos. Defender el aborto no es defender la irresponsabilidad sexual ni el asesinato ni la exterminación de la familia. Defender el aborto es defender el derecho de toda mujer a su integridad física, psicológica y sexual. Es un derecho humano. Decir que es matar una vida es tan aleatorio como decir que el mundo se creó en siete días. Hay pruebas científicas de sobra que avalan que no se puede considerar vida humana al embrión, si acaso un proyecto de ser humano, de modo que ¿tiene más peso el derecho a vivir de un proyecto de ser humano que el derecho a la salud y la libertad de un humano-mujer que sí existe? Y en cualquier caso ¿qué es la vida? Bueno, también los virus son seres vivos y no tenemos ningún problema en matarlos con antibióticos; los espermatozoides también están vivos y ningún pro vida pretende que cientos de hombres vayan a la cárcel por hacerse una paja; los óvulos están vivos y cada mes las mujeres los expulsamos de nuestro cuerpo con nuestras menstruaciones sin ser acusadas de homicidas (aunque tiempo al tiempo). Tampoco es admisible pedirle a una mujer que pase por un embarazo de nueve meses para luego darlo en adopción; quienes defienden esto parecen haberse tragado enterito el cuento del embarazo utópico, plácido y sereno que nos venden en las películas. Un embarazo es un proceso físico y psicológico muy duro para cualquier mujer pero especialmente para aquella que está gestando un hijo que no desea; por no hablar del trauma personal de entregar a ese ser que, aunque no deseado, no deja de formar parte de la mujer gestante, o del rechazo social que pueda sufrir una mujer madre soltera, por ejemplo.

Seguro que aquí habrá algún pro vida católico argumentando sobre el don de la vida. Yo a estos les recomendaría que le echaran un vistazo a los escritos de San Agustín o Santo Tomás, quienes no consideraban ser humano al feto hasta que tenía forma humana o para los cuales el aborto no era el problema que es hoy.


Yo nunca he querido tener hijos. Siempre me postulé a favor del derecho al aborto. Sin embargo, cuando hace unos años creí estar embarazada, no quise abortar. No es una contradicción, simplemente fue una elección y lo fue porque YO PODÍA ELEGIR. Y es aquí el quid de la cuestión: la libertad de elegir. Los pro aborto no obligamos a nadie a abortar, los pro vida obligan a las mujeres a ser madres sin desearlo. Es una cuestión de libertad y derechos humanos, pero también de salud pública y justicia social, porque en un Estado donde se niega el derecho al aborto en realidad se niega el derecho al aborto a las mujeres pobres porque las ricas cogen una clínica privada o un viaje al extranjero para, como dijo alguien, “sacarse la vergüenza del vientre”. Las mujeres ricas abortan con seguridad, las pobres son madres o se someten a abortos insalubres que ponen en riesgo su vida.

El derecho al aborto es un derecho a la salud, un derecho a la integridad física, un derecho de las mujeres sin recursos a vivir una vida digna.






Patri Arcadas

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