miércoles, 9 de enero de 2019

Las familias rotas



Hace ya ocho años que mis padres se divorciaron y aún hoy nos resentimos en la familia de la historia de maltrato que vivimos. Mi madre no decidió poner fin a su matrimonio sino él: había encontrado una mujer más joven a la que dominar, abusar y maltratar, pero con el aliciente de la novedad y la falta de reproches (aún). Se fue porque, cito textualmente, “eres una vieja inútil, siempre llorando, no vales ni para la cama, me deprimes”. Por supuesto en ningún momento se planteó que el motivo de su tristeza fuera él. Mi madre está mejor, mucho mejor, pero la depresión sigue siendo parte de su vida y no creo que nunca la vaya a abandonar.

En aquel momento de la historia todas las hijas habíamos abandonado el hogar familiar y nos habíamos marchado lo más lejos que pudimos. Mi hermana mayor se trasladó con su marido al País Vasco, mi hermana pequeña se quedó embarazada a los diecisiete (sospecho que de forma intencionada, aunque jamás lo dijo) y se fue a vivir con su novio y los padres de éste y yo fui la única que quise estudiar y mi padre sólo me permitió cursar un ciclo de formación profesional, por supuesto en algo femenino como la administración. En cuanto tuve mi primer empleo me fui de casa. Así las cosas, cuando mi madre se divorció no tuvo a nadie cerca porque eso es lo que hace la violencia de género: crear una terrible soledad en cada uno de los que la sufren. Y creedme, no hizo falta que mi padre se fuese para que mi madre estuviera sola, siempre lo estuvo, al igual que nosotras, porque es falsa esa idea que hace creer que las víctimas se apoyan frente al maltratador, es falsa esa idea romántica de que fortalece a la familia, que la une para afrontar los problemas, que te obliga a hacerte fuerte, a hacer piña, a sostenerse unas a otras. Es falso, todo falso, no lo creáis. La violencia de género dentro del ámbito familiar convierte a cada uno de sus miembros en una isla, en un reducto de soledad infranqueable, en átomos de miedo que vuelan solos y perdidos por el aire. Mi madre no se quedó sola porque sus hijas nos fuéramos, no se quedó sola porque mi padre se marcharse, ella siempre estuvo sola y nosotras con ella mientras vivimos en aquella casa. También después, porque la violencia de género es una hecatombe que dispersa el amor, la solidaridad, la unión,..., el maltrato rompe familias, rompe personas, a veces para siempre.

Supongo que es una idea encantadora pensar que una vez que el maltratador salió de nuestras vidas todo se arregló, volvimos a estar unidas, volvimos a recoger nuestros pedazos rotos y recomponernos, pero no es cierto. Seguimos siendo una familia rota, seguimos siendo personas rotas, llenas de rendijas por las que se fuga la esperanza, de grietas que afean nuestros gestos y de enormes vacíos que nos ahogan y nos imposibilitan comportarnos con la espontaneidad que debería ser propia de un núcleo familiar.

Seguimos luchando contra la devastación que nos dejó tantos años de violencia, seguimos luchando contra nuestros miedos más atávicos, contra nuestros lastres, contra los recuerdos que coartan nuestra vida y también y sobre todo contra el rencor, ese rencor indefinido y pegajoso que envuelve nuestras relaciones familiares culpándonos entre nosotras por no haber estado, por no haber luchado, por no habernos defendido, por mil cosas que no fueron nuestra culpa pero que nos pertenecen como si lo fuera.

Somos una familia rota, somos personas rotas. Eso es lo que hace el maltrato.

También seguimos luchando, no nos damos por vencidas, seguimos reinventándonos para lograr una victoria. Eso es lo que hace una mujer, cuatro mujeres, nosotras.


Patri Arcadas