Hace ya ocho años que mis padres
se divorciaron y aún hoy nos resentimos en la familia de la historia de
maltrato que vivimos. Mi madre no decidió poner fin a su matrimonio sino él:
había encontrado una mujer más joven a la que dominar, abusar y maltratar, pero
con el aliciente de la novedad y la falta de reproches (aún). Se fue porque,
cito textualmente, “eres una vieja inútil, siempre llorando, no vales ni para
la cama, me deprimes”. Por supuesto en ningún momento se planteó que el motivo
de su tristeza fuera él. Mi madre está mejor, mucho mejor, pero la depresión
sigue siendo parte de su vida y no creo que nunca la vaya a abandonar.
En aquel momento de la historia
todas las hijas habíamos abandonado el hogar familiar y nos habíamos marchado
lo más lejos que pudimos. Mi hermana mayor se trasladó con su marido al País
Vasco, mi hermana pequeña se quedó embarazada a los diecisiete (sospecho que de
forma intencionada, aunque jamás lo dijo) y se fue a vivir con su novio y los
padres de éste y yo fui la única que quise estudiar y mi padre sólo me permitió cursar
un ciclo de formación profesional, por supuesto en algo femenino como la
administración. En cuanto tuve mi primer empleo me fui de casa. Así las
cosas, cuando mi madre se divorció no tuvo a nadie cerca porque eso es lo que hace la
violencia de género: crear una terrible soledad en cada uno de los que la
sufren. Y creedme, no hizo falta que mi padre se fuese para que mi madre
estuviera sola, siempre lo estuvo, al igual que nosotras, porque es falsa esa
idea que hace creer que las víctimas se apoyan frente al maltratador, es falsa esa idea romántica de que fortalece a la familia, que la une para afrontar los
problemas, que te obliga a hacerte fuerte, a hacer piña, a sostenerse unas a
otras. Es falso, todo falso, no lo creáis. La violencia de género dentro del ámbito familiar convierte a cada uno de sus miembros en una isla, en un reducto de
soledad infranqueable, en átomos de miedo que vuelan solos y perdidos por el
aire. Mi madre no se quedó sola porque sus hijas nos fuéramos, no se quedó sola
porque mi padre se marcharse, ella siempre estuvo sola y nosotras con ella
mientras vivimos en aquella casa. También después, porque la violencia de
género es una hecatombe que dispersa el amor, la solidaridad, la unión,..., el
maltrato rompe familias, rompe personas, a veces para siempre.
Supongo que es una idea
encantadora pensar que una vez que el maltratador salió de nuestras vidas todo
se arregló, volvimos a estar unidas, volvimos a recoger nuestros pedazos
rotos y recomponernos, pero no es cierto. Seguimos siendo una familia rota,
seguimos siendo personas rotas, llenas de rendijas por las que se fuga la
esperanza, de grietas que afean nuestros gestos y de enormes vacíos que nos
ahogan y nos imposibilitan comportarnos con la espontaneidad que debería ser propia de un núcleo familiar.
Seguimos luchando contra la
devastación que nos dejó tantos años de violencia, seguimos luchando contra
nuestros miedos más atávicos, contra nuestros lastres, contra los recuerdos que
coartan nuestra vida y también y sobre todo contra el rencor, ese rencor
indefinido y pegajoso que envuelve nuestras relaciones familiares
culpándonos entre nosotras por no haber estado, por no haber luchado, por no
habernos defendido, por mil cosas que no fueron nuestra culpa pero que nos
pertenecen como si lo fuera.
Somos una familia rota, somos
personas rotas. Eso es lo que hace el maltrato.
También seguimos luchando, no nos
damos por vencidas, seguimos reinventándonos para lograr una victoria. Eso es
lo que hace una mujer, cuatro mujeres, nosotras.
Patri Arcadas