Rocío tiene diecisiete años. Vuelve de una
fiesta a dos calles de su casa. Normalmente la acompañaría su amiga pero ésta se ha quedado un rato más y Rocío ha pensado que puede volver sola a casa
porque está cerca. ¿Qué podría pasarle? Rocío es mona pero no demasiado; lleva
zapatos de tacón pero no demasiado; viste una falda corta pero no demasiado;
lleva maquillaje para sentirse guapa pero no demasiado; habla con los chicos
pero no demasiado, ¡caray, si ni siquiera ha tenido novio¡ Cuando está a punto de llegar al portal de su
casa siente que unos brazos la agarran por detrás y la meten en un callejón
oscuro. No puede ver si es un hombre, dos o tres. Sólo sabe que en la oscuridad
de aquel lugar unas manos que le parecen cientos la desnudan y la tocan sin su
permiso. Intenta gritar pero tapan su boca, intenta morder y le pegan un
puñetazo que estalla en una burbuja de sangre tras sus dientes. Se defiende
porque sabe que van a violarla: muerde, patalea, araña… No le sirve de nada
porque esos brazos anónimos que no sabe si son dos o son cientos la reducen a
base de golpes hasta conseguir lo que desean. Cuando la atienden en el hospital
descubren que la han violado vaginal, anal y bucalmente. Tiene dos costillas
rotas, un tímpano reventado, la visión de un ojo dañada y una muñeca dislocada.
Durante los próximos meses lo único que hace es llorar y quedarse metida en
su habitación. No volverá a reír en años, no alternará con amigos, no se relacionará con
nadie, sólo será capaz de salir de su casa acompañada de sus padres. Dejará los
estudios, ni siquiera podrá buscar trabajo porque sufre episodios de pánico. Es
una mujer rota.
Este relato no es real y aunque muchas
mujeres podrán sentirse identificadas, la verdad es que ni siquiera se aproxima
a lo que normalmente pasa. Rocío es ese ideal que todos imaginan como “la buena
violada”, es decir, la chica que no llama la atención, que no “provoca”, que no
tiene una vida sexual activa. Rocío es “la buena violada” que durante el asalto
se defiende con uñas y dientes porque prefiere morir a ser violentada. Rocío es
“la buena violada” que después de la terrible experiencia no es capaz de
recuperarse porque así es como nos quiere la sociedad machista, derrotadas y
vencidas. Además esta es la violación que sobrevuela en el imaginario
colectivo, la violación a la que nos han enseñado a temer: de
noche, por desconocidos, golpeada mientras te defiendes. Pero las mujeres hemos
aprendido que aunque este peligro es real hay otro mucho más frecuente y
cercano y que atañe a los hombres próximos a nosotras. Porque la realidad, la
de verdad, la que amenaza nuestra integridad cada día y que permanece oculta
tras esa agresión idealizada sobre lo que es una violación, es que alrededor
del 85% de las agresiones sexuales que padecemos las mujeres son llevadas a
cabo por conocidos, bien amigos, familiares, novios, parejas o ex. Gente en la
que confiamos y que forma parte del núcleo de confianza en el que nos movemos
de forma habitual.
En ese relato inicial empieza ese fenómeno
tan extendido y que tan fácilmente se pone en evidencia cuando se acusa a un
hombre de violación, que es el hecho de que ellos no se reconocen como violadores.
“Fue consentido” dicen. Y lo peor de todo es que, en la mayoría de los casos,
lo creen. Porque ellos no
son ese extraño que las asalta en la noche, a veces ni siquiera las agreden
físicamente, tan sólo aprovechan las circunstancias porque ya sabemos, “los
hombres son así y las mujeres tenemos que guardarnos”. De modo que piensan que
si ellas no dicen que no ni se oponen de forma activa, ¿cómo se supone que van
a saber que la mujer no quiere? Por supuesto, lo que omiten en su cabeza
porque no forma parte del relato que les han enseñado, es que si la mujer
estaba inconsciente o bebida o drogada o enferma no está en condiciones de
otorgar su consentimiento, o que la violencia ambiental que han ejercido
previamente condiciona el comportamiento de la mujer que "se deja hacer", y tampoco forma
parte del relato que ellas tengan tanto miedo que sean incapaces de oponerse
ante el temor por su vida, ni que incluso ella pueda participar “tomando su pene” como afirmó un violador de la manada no porque ella desee el contacto
sexual, sino tal vez porque esperaba que así pudiera él alcanzar cuanto antes su
placer y acortar ella su calvario. No, nada de eso forma parte del relato que
la sociedad ha contado de lo que es una violación por lo tanto, ellos no se
reconocen como violadores.
Por supuesto a esto hay que añadir un par
de elementos imprescindibles: la cosificación del cuerpo de las mujeres y la
ausencia de empatía en la educación de los hombres. Con la una, que permite al
hombre ver a la mujer como una cosa sin sentimientos que está ahí para su
placer, y sin la otra, la capacidad de ponerse en el lugar de otro que se ha
negado sistemáticamente a la educación masculina, es difícil no sólo que los
hombres dejen de violar sino que, además, cuando lo han hecho sean capaces de
reconocer sus actos. Y aquí, en el resultado, nos encontramos con ese hecho tan
misterioso para nosotras y para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad
y empatía: el misterio de los violadores que no sabían que violaban.
Patri Arcadas