jueves, 27 de septiembre de 2018

De madres e hijas

De mi madre aprendí que querer es un acto de inmolación, de auténtico sacrificio, que restaba paz, salud y sonrisas, que sumaba lágrimas, tristeza y dolor.
De ella aprendí a callar, a ocultar, a no hacerme visible, a hablar bajito sin que se notara, a ser una buena chica, una buena estudiante, una buena hija, una buena lo que fuere con tal de no destacar, de no dar problemas, de no señalarme.
De ella aprendí que el valor se castiga, que la sinceridad estaba mal vista, que hablar de lo que sucedía era vergonzoso y que lo que pasaba en casa se quedaba en casa, porque al parecer al resto del mundo le parecía de mal gusto escuchar historias tristes, historias violentas, historias que desgarraban y me desgarraban, pero a ese mismo mundo le importaba poco lo que realmente sucedía, prefería la apariencia de normalidad a la normalidad misma, signifique ésta lo que signifique.
Pero la vida es subversiva y rebelde y puñetera e irónica y al final fui yo la que acabé enseñando: a mí misma, a mi madre y a ese mundo al que le importó tan poco lo que estaba pasando en mi casa, nuestro infierno particular.
Así mi madre aprendió de mí que el amor no es sólo dar sino también recibir, que exigir tu parte es un acto de respeto propio, que el sacrificio romántico es una falacia con la que engañar a las mujeres para que se resignen a matrimonios sin amor, sin dignidad y sin ternura.
Mi madre aprendió que señalar al culpable y ponerle nombre no es de mal gusto y si alguien se siente ofendido por nombrar la realidad que vaya a poner su queja al dios de los hipócritas, porque era su vida y su verdad y tenía todo el derecho a gritarla.
Mi madre aprendió que ser rebelde es femenino, que ser valiente es femenino, que ser una misma es el acto más femenino que puede realizar una mujer.
Mi madre aprendió que su hija es feminista y su hija feminista aprendió que su madre podría llegar a serlo.


Patri Arcadas