jueves, 31 de octubre de 2019

Mi maltratador me ama



Hace unos días me estaba tomando un té tranquilamente en una cafetería cuando, accidentalmente, escuché a dos chicas jóvenes hablando en la mesa que tenía al lado. “Es que yo lo quiero y él me quiere. Lo sé. Me lo dice todos los días”. Comprenderéis que con semejante frase una feminista irredenta como yo no puede dejar de prestar atención. La conclusión que saqué de palabras sueltas que escuché aquí y allá es una historia ya bien conocida por cualquier de nosotras: chico celoso, posesivo, controlador, chica insegura, enamoradísima, resignada. Un día él pierde los papeles y la golpea, después vuelve llorando y pidiendo perdón clamando a los cuatro vientos cuánto la ama. Ella, como siempre, le perdona.

Por algún motivo que sólo mi mente caótica sabrá, recordé una conversación que tuve con mi padre. Sí, ése, el maltratador. Nos recuerdo en la casa del pueblo pelando tomates para hacerlos en conserva (rústica que es una, ya veis) y yo tendría unos trece o catorce años; no sé si la conversación giraría en torno al matrimonio o a las parejas o si él me veía crecer y pensaba que pronto empezaría a salir con chicos (a saber después de tantos años) pero sí que recuerdo una frase que me impactó: “a mí me gustaría para ti un hombre que te quiera tanto como yo quiero a tu madre”. Recuerdo con claridad que pensé “pues qué poco me quieres” contemplando con horror la posibilidad de tener a mi lado un hombre como él, pero después de aquello la frase ha venido a mi mente en múltiples ocasiones y he de reconocer que nunca dudé de que mi padre amaba a mi madre. Siempre creí que era así, que la amaba mal, que la hacía sufrir, que no sabía hacerla feliz, pero que sin duda y a su manera la amaba y mucho.

Ahora comprendo que los parámetros con los que medimos el amor están equivocados, siempre lo estuvieron en la medida en que los diseñaron ellos y para ellos. Un amor que supone que los hombres sólo ofrecen retazos del tiempo que les sobra, un hipotético sustento económico que todas sabemos que no siempre es tal, un amor que ignora nuestros deseos, nuestros sueños y nuestros tiempos, un amor que en realidad no es más que el espejo de sus propias y egoístas necesidades que no nos contemplan. Pero ese era y es el amor que nos venden, ese amor absorbente, exclusivo y pasional pero en el que las obligaciones, las excepciones, los perdones y la entrega siempre estuvieron desigualmente repartidas, tocándonos a nosotras la peor parte. Mi padre amaba a mi madre, sí: trabajaba para el sustento de la familia, la quería en exclusiva, la celaba, sentía temor a perderla, pretendía obligarla a que sólo tuviera ojos para él. Ese era el concepto del amor que tenía mi padre, contemplarla como una propiedad a la que nadie debía tocar. Y si él era feliz ella también debía serlo, ¿cómo iba a imaginar que mi madre tuviera necesidades y deseos propios? 

Poco a poco el feminismo va cambiando la forma en que el amor se conceptualiza, aunque aún queda un trabajo hercúleo por hacer. ¿Cómo no va a quedar con películas y novelas y música que erotizan y romantizan el acoso, los celos, la posesión, el maltrato? Pero estamos en ello. Mientras tanto seguirán existiendo hombres como mi padre, que dentro de los pobres y estrechos parámetros con los que se ha medido siempre el amor, han pensado que amaban mucho y bien. 

Qué suerte de no tener un hombre que me ame como él. Qué suerte de que quizá no me quieran tanto pero que me quieran mejor. Qué suerte haber aprendido que si es amor, no duele.

 Patri Arcadas