viernes, 5 de junio de 2020

Hasta el COVID de la nueva normalidad




Los últimos meses han sido un reto para todas y todos como seres particulares y, muy especialmente, como sociedad. Como siempre que sucede algo extraordinario ya sea de forma personal o colectivamente, una vez se empieza a recobrar cierto equilibrio tras el impacto inicial, tendemos a hacer balance sobre las experiencias vividas y extraer las lecciones aprendidas.

Lo primero que debo reconocer es que mi vida durante el confinamiento ha sido infinitamente mejor de lo que es normalmente y es que debo decir que soy de las afortunadas que han podido permitirse teletrabajar, seguir cobrando su sueldo, tener las necesidades básicas cubiertas, disponer de Internet para disfrutar de ocio y compartir su vida con una persona a la que amo y respeto profundamente. Bien es cierto que he echado de menos un poco de vida social, que a veces he deseado ver a amigas y a mi madre, aunque no demasiado a la vista de la relación tan complicada que mantengo con ella y que al resto de mi familia, hermanas y sobrinas, las quiero pero suelo verlas dos o tres veces al año por lo que la pandemia no ha supuesto gran diferencia, de modo que, en definitiva, lo que he echado de menos ha sido poco en comparación con lo que he ganado y que básicamente resumiría en esto: he dejado de ver a gente. Clientes, compañeros, jefes, conocidos con las que tienes que alternar cuando sales a tomar un café, cuando sales de fiesta, cuando vas a comprar,…, gente, gente, gente,… 

Y es que desde hace unos años tengo un problema que reconozco sin rubor: SOY UNA MISÁNTROPA. Esta pandemia no me lo ha mostrado, ya lo sabía, pero sí me lo ha confirmado. Durante estos casi tres meses en que mi contacto personal y social se ha reducido a mi pareja y algunas llamadas telefónicas, he sido declaradamente feliz.

Feliz de no soportar personas que le bailan el agua a esta sociedad hipócrita, narcisista, egoísta y profundamente individualista, ajena al dolor del otro, a la empatía, a la solidaridad, personas incapaces de mirar a los ojos de otro ser vivo (humano o no) y reconocerse en ellos.

Feliz de asomarme al balcón y ver las bandadas de pájaros recorrer el cielo, posarse con tranquilidad en las cornisas de las ventanas, escuchar cómo sus gorjeos de repente eran más potentes, más alegres, más despreocupados,…, feliz de conducir por calles desiertas desprovistas de seres perdidos, egoístas e indiferentes,…, feliz contemplando calles limpias de basura, bolsas y desperdicios,…, feliz de ver en los medios de comunicación y redes sociales ríos que se recuperaban y aclaraban, animales correteando por playas antes vedadas por el ser humano y sus veleidades vacacionales, peces recorriendo mares y canales antes impensados, ciervos, corzos, jabalíes, pumas recorriendo pacífica y serenamente ciudades desiertas,… y sobre todo silencio, ese bendito silencio que se ha enseñoreado de las calles, de los barrios, de las ciudades,… ¡Dios, cuánto amo el silencio¡ ¡Cuánto lo echaba de menos sin saberlo¡

Pero todo acaba y ahora volvemos a lo que todo el mundo ha dado en llamar la nueva normalidad. Si la vieja ya era una mierda ¿qué podemos esperar de la nueva? La humanidad aguarda para reincorporarse nuevamente a esta sociedad depredadora sin plantearse modificar nada, mientras voces absurdamente optimistas hablan de lo que hemos aprendido, de lo que vamos a cambiar, yo veo que seguiremos dejándonos llevar hacia un lugar que se parecía demasiado al de antes, así que las mujeres seguiremos siendo violadas y asesinadas, el fascismo seguirá ganando adeptos, el capitalismo seguirá depredando la naturaleza y a los seres humanos, seguiremos contaminando, sacrificando animales, ensuciando mares,…, olvidaremos todo lo bueno que podríamos ser: la solidaridad, la ayuda mutua, la cooperación, la empatía, la ternura,… y volveremos a esa nueva normalidad que se parece demasiado a la antigua.

Así que no, no voy a decir que el confinamiento ha sido un infierno sino todo lo contrario y que si por mí fuera, continuaría con esta forma de vida alejada del mundo. Ya os lo he dicho, soy una misántropa.

Me decía el otro día una persona que si he tenido la nevera llena, un techo sobre mi cabeza y mi familia ha estado sana, debería dar las gracias, no quejarme, ser feliz. Lo que esta persona no entendía y nunca entenderá es que yo no lloro por lo que tengo, sino por lo que les falta a otros.


Patri Arcadas