lunes, 15 de octubre de 2018

La mala hija


No hace mucho una cadena de televisión nacional produjo una serie llamada “Amores que duelen” y que, básicamente, relataba la historia de varias mujeres maltratadas desde el inicio de la relación hasta su final. Durante el visionado de la serie no podía dejar de admirarme de las posturas que adoptaban las hijas de estas mujeres: empáticas, solidarias, amorosas,… Me preguntaba si era una puesta en escena, si habían llegado a esa posición de serenidad y aceptación después de un largo proceso que yo aún no había experimentado o si, simplemente, ponían la mejor cara delante de la pantalla, la que todos quieren ver: la cara de los que han superado el maltrato y ahora viven felices disfrutando del amor familiar, mutuo y acogedor.

Yo no sé qué es eso.  

Tras larguísimos años de maltrato de mi padre a mi madre, de mi padre a mis hermanas, de mi padre a mí, he conseguido construir una mujer autónoma, independiente, fuerte y feminista. Pero no siempre: a veces soy cobarde y débil y derrotista y daría un brazo por que otra persona llevara el peso de la vida por mí, cuando no puedo ni con mi propia sombra. Yo no me reconozco en esas hijas entregadas que aparecían en pantalla. Amaba a mi madre pero llegaba a odiarla cuando decía que aguantaba por nosotras, por mí, haciéndonos responsable de aquel infierno; amaba a mi madre pero la despreciaba cuando mi padre nos humillaba, nos ultrajaba, nos pegaba y ella se quedaba en un rincón callada y estática esperando que todo pasase, que él se marchase para venir a abrazarnos. Entonces los abrazos ya no me servían de nada, ¿para qué los quería? Amaba a mi madre pero me asqueaba cuando nos hacía callar, cuando mentía a todo el mundo diciendo que había tenido un accidente doméstico, cuando se reía de las vejaciones públicas de mi padre simulando que eran bromas. Amaba a mi madre y cuando decidió finalmente divorciarse sentí repugnancia del discurso que creó proyectando la imagen de una mujer fuerte que no tuvo elección, de una mujer independiente que se vio obligada a aguantar, de una mujer valiente que no encontraba apoyos,…, odié su impostura, pero acabé entendiendo que era su única forma de lidiar con la culpa y hacerse mejor en su memoria de lo que realmente se sentía.

Así pues, después de tantos años, sigo aprendiendo a manejar mis sentimientos, contradictorios y antagónicos, y a aceptar que se puede odiar a alguien a quien tanto se ama. Además ahora debo contender con algo inesperado: conocer a mi madre otra vez, la verdadera, la oculta, la que estaba detrás del maltrato. Pensaréis que es un punto de partida, un buen comienzo, una esperanza,…, pues no, porque ahora es una desconocida la que se erige ante mí, alguien de quien estoy descubriendo que no me gusta demasiado. ¿Realmente mi madre era así en lo más profundo de su ser? ¿O esta persona es la que ha quedado después de casi tres décadas de violencia? No lo sé, pero es mi madre, así que aprendo a quererla de nuevo, la quiero. Y a veces no tanto.

No es una historia bonita, no es una historia cómoda, pero es mi historia y no voy a pedir perdón por no acomodarme al estereotipo de la buena hija. El perdón  le corresponde suplicarlo otros.

Patri Arcadas

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