Los últimos meses han
sido un reto para todas y todos como seres particulares y, muy especialmente,
como sociedad. Como siempre que sucede algo extraordinario ya sea de forma personal
o colectivamente, una vez se empieza a recobrar cierto equilibrio tras el
impacto inicial, tendemos a hacer balance sobre las experiencias vividas y
extraer las lecciones aprendidas.
Lo primero que debo
reconocer es que mi vida durante el confinamiento ha sido infinitamente mejor
de lo que es normalmente y es que debo decir que soy de las afortunadas que han
podido permitirse teletrabajar, seguir cobrando su sueldo, tener las
necesidades básicas cubiertas, disponer de Internet para disfrutar de ocio y
compartir su vida con una persona a la que amo y respeto profundamente. Bien es
cierto que he echado de menos un poco de vida social, que a
veces he deseado ver a amigas y a mi madre, aunque no demasiado a la vista de
la relación tan complicada que mantengo con ella y que al resto de mi familia,
hermanas y sobrinas, las quiero pero suelo verlas dos o tres veces al
año por lo que la pandemia no ha supuesto gran diferencia, de modo que, en
definitiva, lo que he echado de menos ha sido poco en comparación con lo que he
ganado y que básicamente resumiría en esto: he dejado de ver a gente. Clientes, compañeros, jefes, conocidos con las que tienes que
alternar cuando sales a tomar un café, cuando sales de fiesta, cuando vas a
comprar,…, gente, gente, gente,…
Y es que desde hace unos años tengo un problema que reconozco sin rubor: SOY UNA MISÁNTROPA. Esta pandemia no me lo
ha mostrado, ya lo sabía, pero sí me lo ha confirmado. Durante estos casi tres
meses en que mi contacto personal y social se ha reducido a mi pareja y algunas
llamadas telefónicas, he sido declaradamente feliz.
Feliz de no soportar
personas que le bailan el agua a esta sociedad hipócrita, narcisista, egoísta y
profundamente individualista, ajena al dolor del otro, a la empatía, a la
solidaridad, personas incapaces de mirar a los ojos de otro ser vivo (humano o
no) y reconocerse en ellos.
Feliz de asomarme al
balcón y ver las bandadas de pájaros recorrer el cielo, posarse con
tranquilidad en las cornisas de las ventanas, escuchar cómo sus gorjeos de
repente eran más potentes, más alegres, más despreocupados,…, feliz de conducir
por calles desiertas desprovistas de seres perdidos, egoístas e indiferentes,…,
feliz contemplando calles limpias de basura, bolsas y desperdicios,…, feliz de
ver en los medios de comunicación y redes sociales ríos que se recuperaban y
aclaraban, animales correteando por playas antes vedadas por el ser humano y sus
veleidades vacacionales, peces recorriendo mares y canales antes impensados,
ciervos, corzos, jabalíes, pumas recorriendo pacífica y serenamente ciudades
desiertas,… y sobre todo silencio, ese bendito silencio que se ha enseñoreado
de las calles, de los barrios, de las ciudades,… ¡Dios, cuánto amo el silencio¡
¡Cuánto lo echaba de menos sin saberlo¡

Así que no, no voy a
decir que el confinamiento ha sido un infierno sino todo lo contrario y que si
por mí fuera, continuaría con esta forma de vida alejada del mundo. Ya os lo he
dicho, soy una misántropa.
Me decía el otro día una
persona que si he tenido la nevera llena, un techo sobre mi cabeza y mi familia
ha estado sana, debería dar las gracias, no quejarme, ser feliz. Lo que esta
persona no entendía y nunca entenderá es que yo no lloro por lo que tengo, sino
por lo que les falta a otros.
Patri Arcadas